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En los últimos años de la década del 90′, Boca Juniors comenzó a conseguir algunos éxitos que no había registrado en su inmediato corto plazo. Con el apertura 92′ como último antecedente de éxito (más allá de un par de copas internacionales de menor relieve en el medio, como la Copa Master y Nicolás Leoz), la institución xeneize venía de pasar años oscuros desde lo institucional (al borde de la quiebra) y lo futbolístico (tres títulos en 20 años).

La llegada de Carlos Bianchi en el año 98′ significó para Boca una refundación: todo lo que el club más popular del país significaba hasta entonces, desde el punto de vista de la convocatoria, fue revalidado en el sentido deportivo. El equipo xeneize llegó a la cima del mundo dos veces en cuatro años, conquistó cuatro veces la Copa Libertadores de América en menos de diez, y contó con dos de los mejores jugadores de la historia del fútbol argentino.

Tanta gloria, tantas copas, emborracharían a cualquiera. Es por eso que, atado a los éxitos de la gestión presidencial de Mauricio Macri, que siguió su camino como dirigente nacional, el club eligió a un hombre de su riñón, sin importar sus propios antecedentes. ¿El motivo? Daniel Angelici, viejo conocido del ahora presidente de la nación, prometía volver a Japón con la sola “exigencia” de preparar el pasaporte. Él se encargaría del resto.

Pero Angelici no es Macri. O mejor aún: Macri no es Bianchi. La circunstancia histórica colocó al ex empresario de Socma y luego Jefe de Gobierno porteño en un lugar que lo catapultó como máximo ganador de la historia. ¿Fue buena la gestión de Macri? En muchos aspectos, sí. ¿Reconvirtió al club? Sí, con todo lo bueno y malo que eso conlleva. Hizo de Boca Juniors una marca, pero la esencia (los valores del club, su vida social, la cercanía con la comunidad) pareció quedar relegada, quizás, por lo inabarcable que se había vuelto el fenómeno azul y oro en todo el mundo (producto de las reiteradas visitas a Japón, China, Europa, y los éxitos a nivel internacional). Sin embargo, la continuidad con Angelici no fue más que un espejismo de un pasado perdido.

Dándole la espalda a la historia (el Tano echó a Bianchi, Riquelme y Arruabarrena), con una prepotencia inédita en la historia del club con la excusa de defender sus intereses, Angelici aplicó el modelo MM para la segunda década del nuevo milenio, cuando todo aquello tuvo su éxito en un momento y circunstancia determinada (un contexto de títulos, éxitos sin precedentes en la historia del fútbol argentino, y la figura carismática del hijo de Franco Macri).

Para peor, la prepotencia que Angelici trasladó a AFA, y contaminó en la justicia argentina, donde actúa de delfín del presidente (según cuentan cronistas judiciales), también se trasladó a sus equipos, plagado de jugadores y cuerpo técnico víctimas (y a veces cómplices) del presidente.

Acefalía, falta de carisma y personalidad, son adjetivos calificativos que caben para el equipo de Boca en los últimos cuatro años (desde el despido de Riquelme de la institución), pero también para su cúpula dirigente, que se mueve al son de un éxito que no le pertenece, con métodos del pasado, y naufragando en mar abierto.

En palabras de Marcelo Gallardo, algo así como la némesis de Boca en los últimos cuatro años, adquiriendo todas las características del rival que tanto tiempo padeció, la institución boquense sufre la resaca de tiempos mejores.